Hace cinco años sonaron por última vez clarines y timbales en la Plaza de La Santamaría. Creíamos que la denominada fiesta brava pasaría a ser una expresión olvidada de etapas insensibles de nuestra historia como ha ocurrido ya en otras ciudades del mundo, donde se abolió esta denominada “fiesta”.
Errada presunción que tiene origen en una sentencia de la Corte Constitucional que decidió defender derechos de una minoría que considera la tauromaquia como un arte en el que la contienda se da entre toro y torero, lucha a todas luces desigual en la que, contadas pocas excepciones, es el toro el que siempre muere, previo un proceso tortuoso e inexplicable que se practica con el animal.
La Santamaría, que bien podría ser un escenario para la expresión de verdaderas artes liberales volverá a ser campo de batalla en la que ya se sabe quién gana, mientras quienes miran apuran su bota, agasajan al ganador de siempre, el torero y aplauden enloquecidos mientras arrastran un toro hacia los adentros de la plaza.
Quienes creemos que esa “fiesta” debe desaparecer tenemos a nuestro favor la continuidad en la lucha ante los tribunales que no importa si a mediano o largo plazo, entenderán lo que ya entendieron países y ciudades de mucha más larga tradición taurina y decidieron o darle otro uso a las plazas de toros o simplemente derrumbarlas y buscar usos distintos para su suelo.
Paradoja sí que con dineros de todos los bogotanos, la administración distrital haya sido obligada a reforzar estructuralmente la plaza para que luego privados la usufructúen con el agravante que se duelen de tener que transferirle solo el 13% al Distrito de la venta de boletería.
Cosa distinta si lo multimillonarios recursos que se invirtieron en la plaza se justificaran en un uso del escenario que permita homenajear la vida, el respeto por el otro, en tiempos en que lastimosamente la violencia, la crueldad, se enseñorean como comportamientos tóxicos del ser humano.